Una
vez instaladas en programas concretos, quedan como si hubieran sido escritas en
piedra, por el costo político que implica eliminarlas.
Así,
se convierten en una carga presupuestal permanente y casi siempre creciente,
que difícilmente puede revisarse, reducirse o eliminarse.
Nuestro país requiere de electores
críticos que distingan entre ocurrencias para ganar votos fáciles y propuestas
viables que realmente tienen la intención de construir agendas de gobierno que
solucionen problemas desde sus causas.
El usado dicho “prometer
no empobrece” es falso cuando se refiere a candidatos a puestos de elección
popular. Las promesas que se vierten al calor del templete, frente a una plaza
pública, al final, cuestan mucho dinero al erario.
Nos cuestan a los mexicanos de dos
maneras: primero, como gasto efectivo, y segundo, como costo de oportunidad.
El primero surge de la simple operación
matemática de multiplicar el universo de beneficiarios, por el costo del
servicio o producto ofrecido, por el tiempo que estará vigente.
El segundo es más complejo. Porque
se trata de todo aquello que se pudo haber hecho con ese dinero y se dejó de
hacer. Esto es, las alternativas que había para usar de mejor forma esos
recursos.
El problema es que resulta poco probable
que los candidatos a puestos de elección popular asuman la responsabilidad de
comunicar el costo real de sus promesas, y las implicaciones de implementarlas.
NOTA:
Para dos ejemplos concretos, ver: “El
costo de las promesas”: http://imco.org.mx/politica_buen_gobierno/el-costo-de-las-promesas/ Autores: Alexandra Zapata/ Max Kaiser
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